Una crisis es una alteración de la normalidad en la que, debido a la naturaleza de lo que está ocurriendo, los mecanismos habituales de las administraciones para la gestión de los asuntos ordinarios no bastan para combatirla.

En este sentido, una crisis necesita de la actuación coordinada de un conjunto de órganos de la Administración y el empleo de una serie de resortes legales, medios o protocolos de funcionamiento que no se utilizan habitualmente. Determinados sucesos ocurren a un ritmo posible de predecir, pero constantemente suceden situaciones casi imposibles de prever, lo cual obliga a la Administración a dotarse de los medios y procedimientos oportunos para hacer frente a esas situaciones imprevistas, tal y como sucedió en el caso que estudiamos.

En la búsqueda de soluciones para estos problemas, el modelo adoptado, tanto en España como en los países de nuestro entorno, ha sido disponer de organización, medios y procedimientos, suficientemente flexibles, para hacer frente a las dificultades que se presenten.

Sin embargo, cabe destacar que con estos sistemas no se pretende alterar las atribuciones ni las responsabilidades de las autoridades de la Administración del Estado, sino lograr que en aquellos momentos en que, por la complejidad y dificultad ante la que se encuentre la acción del gobierno, sea necesaria la actuación de más de un departamento, ésta se haga de la forma más coherente, rápida y eficaz, tanto en la toma de decisiones como en la ejecución de las mismas.

Ante la opinión pública, no hay buena gestión de crisis si no hay una buena gestión informativa pues, incluso en el supuesto de que la gestión fuese buena, si la comunicación de la misma es mala y desproporcionada, tanto en cantidad como calidad

–como de hecho ocurrió en el caso del Prestige, al no satisfacer las demandas ciudadanas ni haber considerado su enorme capacidad de crítica y madurez- se produce una desconfianza y desasosiego difícilmente recuperable para cualquier gobierno.

De este modo, la intensidad de la información que circulaba en los medios de comunicación, neutralizó cualquier intento o esfuerzo posterior de los distintos poderes públicos por frenar el desbordado cauce informativo. Durante meses, el ejercicio del contrapoder, tradicionalmente atribuido a la prensa, tuvo que ser realizado por los propios poderes ejecutivos, central y autonómico.

Todo ello, acompañado de una serie de desafortunadas declaraciones que sólo sugerían intentos de ocultación forma el cuerpo de la presente investigación en torno al desastre del Prestige y su gestión a nivel comunicativo desde las estancias pertinentes.